Si algo aprendí en mi primera experiencia laboral «seria» fue a atender al teléfono. Entre otras de las muchas cosas que nos marcaban a fuego en Complutec Ambiental destacaba el procedimiento de recepción de llamadas: actividad clave en los que, por aquel entonces, eran los primeros pasos de una microempresa de consultoría que no podía permitirse el lujo de perder un potencial cliente.
También aprendí que para hablar con alguien puede ser necesario realizar varias llamadas. No importa las veces que tengas que insistir a lo largo del día. Ni los días que tengas que seguir insistiendo. Varias veces al día el pretendido interlocutor puede estar comunicando o ausente. Incluso alguna más puede pedirte que le intentes localizar más tarde. Pero con un par de decenas de intentos diarios, antes o después, se establece la conversación. Incluso si estamos ante un maniático que no devuelve llamadas perdidas ni escucha los mensajes del buzón de voz.
No se si habrá sido el paso del tiempo o una jugarreta del instinto paternal. Pero esta semana quedará en la historia como aquella en la que no seguí el procedimiento de recepción de llamadas. Y me quedé con la duda sobre quién se interesó por mi una tranquila mañana. O no tan tranquila. El caso es que tenía entre los brazos algo que no podía esperar y sonó el teléfono. Podría haber reaccionado de muchas maneras, pero descansé los seis kilos y pico sobre el brazo izquierdo mientas que levantaba el auricular con el derecho. Sonó una musiquita, típica de centro de llamadas en espera de teleoperador libre. Seis kilos y pico empezó a gruñir, pero para cuando la voz masculina al otro lado empezó a pronunciar mi nombre el gruñido ya era un lloriqueo. Con el sentimiento de culpa de no saber si era una mala postura o cualquier otra necesidad, acerté a balvucear, un poco cortés «ahora no puedo atenderte», a la vez que lanzaba el auricular sobre la base del teléfono. No sé si se colgó inmediatamente o el interlocutor quedó diciendo algo al aire. Yo ya estaba dedicado en cuerpo y alma a seis kilos y pico.
Al principio no le dí importancia. Pensé que habría sido un comercial para intentar venderme algo que no me interesaba comprar. Ya llamará. Pero no se repitió la llamada. Hubiese sido relativamente sencillo esperar unos segundos más para comprobar quién había llamado. Podría haber sido un cliente con ganas de contratar mis servicios. Un potencial empleador dispuesto a hacerme una oferta laboral que no podría rechazar… el caso es que rompí la regla de oro: conseguir información suficiente como para retomar el contacto. Eso sí, he aprendido que si estás ejerciendo de padre mejor no atiendas el teléfono, que ya estás bastante ocupado.
Así pues, como el que no se consuela es porque no quiere… no me queda otra. Pensaré que me querían vender algo o que era la oferta ideal para el siguiente de la lista. Y si llamabas tú, ya sabes: por correo electrónico siempre respondo, quizá no inmediatamente, pero antes o después lo leeré y encontraré el momento para contestar.