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Grandes granjas, grandes gripes.

El libro “Grandes granjas, grandes gripes. Agroindustria y enfermedades infecciosas” de Rob Wallace explica la relación entre el sistema industrializado de producción de alimentos y el creciente riesgo de aparición de pandemias. En particular su lectura sirve para entender por qué no es necesario buscar argumentos conspiranoicos al origen del virus Sars-Cov-2, encontrar ejemplos de crisis que, sin llegar a la magnitud de la causada por la propagación de la COVID-19, se vienen repitiendo en las últimas décadas y comprender que, o cambiamos algunas cosas en nuestro modelo de producción y consumo o esta no será la última pandemia que viviremos.

El ensayo, dividido en siete bloques, aborda el problema desde varios puntos de vista, explicando cómo se han abordado las crisis causadas por la gripe aviar o los patógenos de la industria porcina, trata la evolución de los virus que afectan a los animales que criamos para alimentación, la influencia de las prácticas industriales en la selección de variantes de esos virus, el papel de los fármacos o la influencia del manejo de los ecosistemas naturales en la aparición y propagación de virus cada vez más peligrosos para la especie humana, como el Ébola.

Una de las ideas que se desarrollan es la importancia de identificar la ubicación de las variedades de los virus. Iría más allá de determinar el lugar donde el patógeno se originó. Para Wallace la evolución de los virus depende de las condiciones locales impuestas por las políticas públicas y las prácticas sociales. Según plantea en el libro, el origen de los patógenos es multifacético y hay numerosos países e industrias culpables. Tanto por sus prácticas agrícolas y ganaderas como por el tipo de alimentos y la demanda de los mismos que imponen a los productores.

Rob Wallace plantea que debemos acabar con la agroindustria tal y como la conocemos. Para el autor, por ejemplo, la gripe aviar surge a través de una red globalizada de producción y comercio avícola en la que evolucionan cepas específicas del monocultivo genético de aves. Mientras que los virus son capaces de adaptarse a los ritmos de la producción industrial, los animales seleccionados por características que interesan al mercado pierden la opción de crear resistencia a las nuevas variedades de virus o de trasladar adaptaciones genéticas a las siguientes generaciones.

La industria biotecnológica permite mantener el ciclo productivo en estas instalaciones industriales, creando fármacos que mantienen a los animales en condiciones de llegar al mercado, pero esta práctica selecciona virus capaces de adaptarse a los tiempos de la cadena de producción y saltar de un proceso a otro, de una instalación a otra o de llegar desde las aves o los cerdos a los humanos.

Así, según Wallace, algo que podría ser un suceso poco probable se convierte en un experimento que se repite con mucha frecuencia en muchos lugares, dando oportunidades para que esa probabilidad se materialice y acaben ocurriendo escenarios como el de la propagación de una gripe aviar o una pandemia global por coronavirus.

En este sentido, las variedades tradicionales podrían actuar como cortafuegos inmunitarios, especialmente en explotaciones extensivas tradicionales donde los animales pueden evolucionar y trasladar resistencia genética adquirida por el contacto con patógenos de unas generaciones a otras. Pero si con cada fenómeno de contagio se eliminan todos los ejemplares de las explotaciones industriales y se reinicia la producción con la misma gallina seleccionada, la siguiente tanda de animales estará igual de expuesta a un virus que va mejorando su capacidad de afectar a un número mayor de individuos. Quizá con un ciclo infeccioso que le permita pasar desapercibido durante la fase de engorde de los pollos y viajar por el mundo a la siguiente etapa del proceso.

Otra cuestión importante que destaca Wallace es la necesidad de restaurar los humedales, como hábitat natural de las aves silvestres, para evitar la dependencia de las aves migratorias –una de las fuentes de cepas de gripe- de las tierras agrícolas desde donde infectan a las aves de corral.

La invasión de ecosistemas naturales por instalaciones industriales, especialmente en el sureste asiático, se señala como origen de virus altamente patógenos, debido al aumento de interacciones, mediadas por el ser humano, entre animales silvestres y el ganado industrial. Pero la culpa no queda en el tejado de las prácticas de los países de esta región, en tanto que son inducidas por la demanda occidental y los mercados especulativos que mueven la economía global.

El autor aborda el problema como una cuestión de externalidades. Por un lado la industria agraria no estaría asumiendo los costes sanitarios que causa el modelo de producción. El tratamiento de los animales no se realiza con un esquema global de control o prevención de enfermedades, se limita a la gestión de los patógenos en momentos críticos del proceso productivo, sin una visión sistémica que evite la propagación de virus desde las macrogranjas o la llegada de estos a las personas.

Pero también en un esquema de deslocalización de las etapas más arriesgadas y con mayor impacto del proceso productivo. Las grandes corporaciones han ido repartiendo los procesos de su actividad económica externalizando riesgos a terceros y quedándose con las operaciones de valor añadido. La proliferación de grandes granjas por todo el planeta es parte de este modelo donde los beneficios quedan en manos de unos pocos, en un modelo centralizado de control de la producción, mientras que el riesgo de perder la producción por un fenómeno adverso queda en manos de los propietarios de estas granjas, sin margen de actuación fuera de las condiciones del contrato con la corporación para la que crían, engordan, sacrifican o procesan los productos animales.

Otra cuestión que se aborda ampliamente en el libro son los conflictos de intereses entre organizaciones y personas a la hora de abordar el problema. En particular cómo la industria farmacéutica y la agroindustria manejan el concepto de la bioseguridad y a los profesionales que trabajan en ella. En la medida en que el dinero para la ciencia viene más de la agroindustria que del Estado, la investigación se orienta a mantener el modelo de negocio más que a trabajar por el interés general.

El autor porta ejemplos concretos del lavado de imagen de la agroindustria, con organizaciones sin ánimo de lucro y nombres rimbombantes, eventos, premios y campañas para despistar a la opinión pública y dirigir el discurso lejos del núcleo del problema.

Con esta estrategia el foco se pone en la detección temprana entendida como la identificación de nuevos patógenos y su tratamiento, en lugar de centrar los esfuerzos en la caracterización de los escenarios que promueven la aparición de los enfermedades, ya que “no es una coincidencia que tanto H5N1 como el SARS hayan surgido en Guangdong en un momento en que la provincia china estaba experimentando cambios fundamentales en su geografía agroeconómica”.

Así pues, mientras estamos centrados en respuestas de emergencia, que resultan decisivas para abordar situaciones concretas, este enfoque nos llevaría a no abordar los contextos agroeconómicos que provocan la aparición de la enfermedad. Ejemplificando con el caso del Ébola, Wallace indica que mientras se señala al contacto directo de humanos con murciélagos transmisores de la enfermedad no se aborda el papel de la expansión de cultivos comerciales de caña de azúcar y algodón en el aumento de la frecuencia de esos contactos.

El resultado de este enfoque es que los sistemas públicos de salud subvencionan a la agroindustria asumiendo los costes de las enfermedades que se generan en unas prácticas de producción insostenibles. Vacunas animales y humanas, antivirales, operaciones de sacrificio de animales… medidas que tienen un alto coste para pequeños productores, consumidores y administraciones públicas, pero que repercuten en un mayor beneficio y son el resultado de la capacidad de la agroindustria para influir en los procesos de toma de decisiones.

A lo largo de sus páginas “Grandes granjas, grandes gripes” va desenredando la madeja global de la agroindustria, acaparada por la “Big Food”, y el papel de la ganadería integrada en la dispersión por todo el planeta de monocultivos de cerdos y aves de corral, apretujados unos contra otros, en una ecología perfecta para la evolución de múltiples cepas virulentas de gripe con capacidad de infectar a seres humanos.

Según Wallace estamos cultivando nuestros propios patógenos. “Los patógenos están actuando como los perros primitivos, que mordisqueaban cada vez más en nuestros montones de basura, lo que llevó a una vida domesticada pero no necesariamente amistosa dentro de nuestras chozas”.

Así, este libro ayuda a entender que virus altamente patógenos que resultaban bastante inofensivos en animales silvestres son parte del actual sistema de producción de alimentos. Una bomba de relojería que se resume en el título “Grandes granjas, grandes gripes” y que requiere revisar el modelo de producción y consumo si queremos evitar las próximas pandemias.

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