Cada vez son más las empresas que se apuntan a la sostenibilidad. El término está de moda y llega directo a la creciente conciencia social sobre el impacto de nuestro modelo de producción y consumo. La ciencia nos avisa: estamos operando fuera de las fronteras de seguridad. El nivel de emisiones de efecto invernadero, la pérdida de biodiversidad, los cambios de uso del territorio, los flujos de nitrógeno y de fósforo o, más recientemente, la contaminación química, son algunos de los límites que hemos rebasado poniendo en riesgo la estabilidad de los sistemas que regulan los flujos de energía y los ciclos de materia que permiten la vida en nuestro planeta.
Ante esta situación es lógico hablar de sostenibilidad. En 1987 el equipo de Gro Harlem Brundtland nos dejó una definición para desarrollo sostenible en la que hablaba de un modelo en el que las generaciones presentes atendiesen sus necesidades sin comprometer la capacidad de las generaciones futuras para satisfacer sus propias necesidades.
En distintos intentos de concretar objetivos para hacer realidad esa forma de desarrollo hemos ido dando con unos Objetivos de Desarrollo del Milenio -que no conseguimos cumplir- y posteriormente con los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS). Mucho más mediáticos que los anteriores, son varias las organizaciones que se apuntan a alguno de ellos y lucen las cajas de colores cada vez que tienen ocasión.
En paralelo hemos visto desarrollarse un sinfín de certificaciones que ayudan a etiquetar empresas, productos y servicios en función de lo bien que pueden sentarle al planeta. Un galimatías de marcas y declaraciones en las que es muy fácil perderse.
La gracia de todo esto es que para evitar la confusión y establecer unas reglas del juego que permitiesen a las empresas competir en igualdad de condiciones y al consumidor disponer de un sistema de información riguroso sobre el desempeño de productos, servicios y organizaciones en relación con los impactos que causan, la Unión Europea estableció un sistema regulado de certificación en la década de 1990.
Así, si queremos alimentos que respetan los ciclos ecológicos de los lugares donde se obtienen y de las especies producidas contamos con el sistema de certificación de agricultura ecológica. Para diferenciar los productos y servicios que tienen menor impacto dentro de su categoría está la etiqueta ecológica europea (ecolabel). Y para distinguir a las organizaciones y empresas que realmente hacen un seguimiento y mejora continua de sus impactos sobre el medio ambiente se estableció el Sistema comunitario de gestión y auditoría medioambientales (EMAS).
Tres modelos que, desde su aprobación inicial, han ido adaptándose a los tiempos, incorporando criterios sobre distintos aspectos de lo que llamamos “sostenibilidad”. A modo de ejemplo, entre los criterios que definen qué es ropa ecológica encontramos cuestiones que van desde la obtención de las materias primas a la durabilidad del producto final, pasando por las condiciones de la mano de obra o la incorporación de materiales reciclados en el proceso de fabricación.
El principal inconveniente de estos tres reglamentos es que suponen un nivel de compromiso y transparencia que muchas empresas que dicen ser sostenibles no están dispuestos a asumir. El primero implica estar al día con la legislación ambiental. No se puede acceder a estos sistemas si no se puede demostrar que se tienen en regla todos los permisos para operar y que se controlan adecuadamente tanto el origen de las materias primas como el destino final de las emisiones atmosféricas, los vertidos de aguas residuales y los residuos generados en los procesos productivos.
Da igual si haces todo muy bien o si tu producto es de mucha calidad, si la instalación carece de licencia de actividad o autorización de vertidos no puedes acceder a una certificación europea de gestión ambiental o al etiquetado ecológico de tus productos.
A cualquier otro instrumento de comunicación sobre sostenibilidad EMAS añade una memoria anual, verificada por terceros, que debe ser pública e incluir una serie de cuestiones clave sobre el desempeño ambiental de la organización. Se puede vestir como se quiera, pero no vale la palabrería hueca ni recrearse en buenas intenciones o falsas promesas que nunca se cumplen.
Si bien es cierto que existe alguna corporación internacional que considera su marca demasiado valiosa como para vincularse a estas certificaciones voluntarias reglamentadas por la Unión Europea, la situación más frecuente es recurrir a un mercado de certificaciones creadas a la medida de cualquier empresa que quiera disfrazarse de sostenible sin hacer grandes cambios.
El greenwashing o el lavado de imagen están a la orden del día. Basta con decir que se apoyan unos pocos de los ODS el día mundial correspondiente y seguir contaminando, especulando y explotando trabajadores el resto del año. O decir que se incluye un pequeño porcentaje de material reciclado en un producto insostenible. Certificar una reducción parcial de emisiones de efecto invernadero de una parte de una línea de producción. Incluso colgar de las oficinas centrales que apelan a la responsabilidad individual para apagar la luz, cerrar el grifo o separar unos residuos para los que no se ha previsto una recogida adecuada.
Y a pesar de que los pequeños gestos ayudan, ser sostenible es otra cosa. La creciente escasez de materiales críticos y los impactos que causan nuestro modelo de producción nos está llevando a un escenario de colapso civilizatorio. Es momento de pensar si queremos ser sostenibles pero solo un poco de cara a la galería, o de si podemos replantear modelos de negocio para mantenernos dentro de las fronteras que nos permitan seguir operando a medio y largo plazo.
2 respuestas a «Sostenibles pero no mucho»
Como siempre, un artículo de gran claridad e interés. Dilucidar hoy en día el significado y la implicación de un término ya tan manido y vaciado de su sentido original es realmente complejo. El post puede ayudar mucho.
Enhorabuena, Alberto. Un placer leerte.
Muchas gracias Àngels